18 sept 2009

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Capítulo 8
Fernández vio, en retrospectiva, cómo el viejo se quedaba pasmado, los ojos grises abiertos y redondos como claraboyas, y cómo se sacudía por efecto de la inercia y cómo se caía de culo mientras el Megane plateado se escapaba, doblaba más allá, atravesaba calles, cruzaba Juan B. Justo y se detenía en el cruce de Ravignani y Paraguay. Estás loca, empezó a decir. Vamos arriba -le dijo ella tapándole la boca con besos-. Vamos arriba, estoy mojada. Fernández no pensaba, sólo se sacudía por el miedo y la calentura.
Ella lo abrazó en el vestíbulo del edificio, lo desnudó en el ascensor, se arrodilló en el palier para saborearlo y lo empujó adentro con una autoridad nueva y apremiante. No hablaban, se habían terminado hasta las miradas. Era un acto tantas veces postergado que venía como un vendaval silencioso y ciego, aunque arrasador. Se tropezaron en la cocina quitándose las ropas y los zapatos, y ella lo arrastró al piso, se le puso arriba y tomó el mando con energía y plasticidad. Primero la cosa fue salvaje, como venía de afuera: Fernández con los dientes apretados y Mili con la boca abierta, arqueándose cada vez que acababa.
Cuando lo hacía Fernández no la dejaba descansar y volvía a hamacarla, conteniendo su propio deseo. Una vocecita que sonaba muy atrás, dentro de su cabeza, le decía: No acabes, Fernández, no acabes, pinchále el corazón, no acabes. El último orgasmo de ella fue larguísimo, y quedó por unos segundos desmadejada.
Pero él se rehizo y la subió a la mesa, y la lamió hasta hacerla suplicar. La penetró sabiendo que debía anular su propio placer. Que su placer no era importante: debía borrarlo de sus funciones. El máximo placer para él, en ese instante dramático y determinante de su vida, consistía en oír los quejidos de ella, las constataciones sonoras de que podía no sólo satisfacerla, sino darle lo máximo que hombre alguno le podía dar. Quería enamorarla para poseerla, como si eso fuera posible. Quería cogerla, agarrarla para sí, porque ella como Nerina y como casi cualquier otra mujer, era resbalosa e inasible. Así siguieron con las luces prendidas en el comedor y luego en el somier, y mucho más tarde en el living, cuando Fernández se sentó en el sofá y se la sentó encima. En ese rincón, mientras la maestra de tai chi se movía con suavidad, Fernández volvió a mirarla a los ojos. Y también a ver de cerca, por primera vez, esas tetitas y ese cuerpo delgado, y entonces le saltaron las lágrimas de la alegría de tenerla. De tenerla al menos en ese instante fundamental.
A las cuatro de la mañana ella fue al baño y cuando regresó a la cama le dijo que tenía hambre. El la acarició con la mano derecha, en profundidad, hasta hacerle cambiar de opinión. La acarició hasta que los calambres le agarrotaban los dedos, preguntándole una y otra vez: ¿Se puede estar más adentro? Milagros negaba con la cabeza. No, decía en un suspiro. ¿Se puede estar más adentro, Mili?, insistía él metiéndose aún más. No, no se puede, respondía ella.

Lanacion

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