19 feb 2010

Los buenos humores

"La forma de organización democrática en la polis griega –democracia sólo de hombres, con esclavos y metecos casi sin derechos– debió implicar un pasaje progresivo del lenguaje oscuro, ambiguo y esotérico del oráculo a otro que, aún expresando ideas tanto o más complejas, debiera ser comprensible por todos; de un lenguaje para sentenciar, interpretar y obedecer a otro, para poder discutir. Hipócrates es un digno exponente en su esfuerzo de llevar los conocimientos de la medicina a ese segundo campo de la palabra. Las convulsiones epilépticas, por ejemplo, estaban tan asociadas con estados de posesión o éxtasis místico que ni siquiera los médicos griegos de entonces se resistían a llamarla “enfermedad divina”. Y a eso respondió Hipócrates con uno de sus conceptos fundamentales: “En nada me parece que sea algo más divino ni sagrado que las otras –dice en referencia a la epilepsia–, sino que tiene su naturaleza propia, tanto como las demás enfermedades”.

No había para él en las enfermedades, así como en la salud, en la vida y en la muerte, nada por fuera de la naturaleza. Pero para ir más allá, su medicina debía demostrarlo dando mejores explicaciones que las dadas por la mística sobre los fenómenos que no se podían observar, y para eso Hipócrates recurrió, además de la observación empírica, a la poética y a la metafísica, en suma, a los elementos con que los intelectuales de su tiempo indagaban a la naturaleza.

Fue así que abrevó fervientemente en la teoría de los cuatro humores fundamentales –la sangre del corazón, la flema pulmonar, la bilis hepática y la atrabilis o bilis negra, del bazo–, cada uno de ellos relacionado intrínsecamente, según creían, a uno de los elementos que componían el universo, respectivamente: aire, agua, fuego y tierra. Estos cuatro humores, decía entonces Hipócrates, habitan el cuerpo vivo en permanente fluir, logrando estados de equilibrio que no necesariamente son los mismos en cada persona y en cada momento, predominando unos u otros para darle un carácter arrojado y vehemente, o bien taciturno y tranquilo, o irascible o melancólico por naturaleza. Las vicisitudes del clima inadecuado y de la dieta pueden alterar ese equilibrio en que consiste la salud, y aparecen así las enfermedades, que exigen purgar el organismo y cuidar la alimentación para restituir el equilibrio si es posible, y si los signos del organismo dicen que no, esperar pacientemente la muerte.

Pero la salud no era para Hipócrates, tampoco, un equilibrio ideal: “La salud excesiva, aun en los atletas, es peligrosa –afirma en su primer libro de Aforismos– por la imposibilidad de mantenerse siempre en el mismo punto y por la imposibilidad de mejorar. De ahí que únicamente pueda deteriorarse. Será pues conveniente mantener esa exuberancia por debajo del máximo”


parte nota:Hipócrates de Cos, el incorrecto

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